En soledad, desde Villa del Rosario, en Córdoba , ocho horas fue el tiempo que le llevó de viaje hasta su destino final. Sin la presencia de su hijo Matías -para mantener la distancia obligatoria por el coronavirus-, esta vez los mates, la música y la noche estrellada fueron una buena compañía.
Cuando llegó, cerca de la una y media de la madrugada, comió algo liviano, renovó el mate, se distrajo un rato con las redes sociales hasta que se quedó dormida. “En mi camión tengo todo lo que necesito. Cuando puedo paro a la vera de la ruta y me cocino”, contó a LA NACION.
Con 37 años y oriunda de Villa del Rosario, en Córdoba, a 90 kilómetros de la capital provincial, la vida de Yanina giró en torno de los camiones. Con abuelo y padre camioneros, en sus fines de semana y en las vacaciones la cabina del camión y la ruta eran sus mejores programas.
“Desde muy chica con mi mamá lo acompañábamos a papá en los viajes. A los cinco años fue mi primer viaje sola con él, fuimos a Catamarca a buscar pimientos. Todavía me acuerdo que iba parada en la butaca al lado de él, conversando como una lora”, rememora.
Coincidencias de la vida, ahora su hijo de diez años repite la historia y la acompaña los fines de semana en los viajes. “Ahora Matías está como loco que no puede venir, encerrado en casa con mamá, pero entiende que debemos tomar todos los recaudos por la pandemia”, agrega.
Cuando Yanina terminó el colegio decidió estudiar veterinaria y los fines de semana para hacerse de dinero para sus gastos repartía alimento balanceado en la zona. Las cosas no iban bien en el negocio familiar por lo que tuvo que abandonar los estudios y se puso a trabajar en un criadero de cerdos.
Un día su padre enfermó y no conseguían chofer para un viaje. “Le dije a mamá que me cuide a Mailén, mi hija mayor, y me fui a cargar a Laborde a un molino harinero, a más de 200 kilómetros de mi pueblo”, recuerda.
A partir de ese día nunca más se bajó del camión. Sintió, con 21 años y el registro profesional en mano, que arriba del camión era feliz y resolvió que esa sería su forma de vida para siempre. “Me di cuenta que nací con el oficio incorporado, ahora es algo totalmente normal para mi”, dice.
Con el tiempo, quedó nuevamente embarazada. Sin embargo las necesidades económicas no le permitieron bajarse del camión. “Hasta los ocho meses de embarazo estuve haciendo viajes y a los 15 días de parir, me subí de vuelta. Gracias a Dios, mi madre me acompañaba para cuidar al bebé en el camión; siempre fue un sostén en mi vida”, relata.
Cuando Matías y Mailén se hicieron más grandes, Yanina se separó. Como los ingresos por los viajes cortos no alcanzaban, necesitó de viajes más importantes para “parar la olla”.
Pasaron algunos años y la camionera entendió que era tiempo de crecer fuera del emprendimiento familiar y hace siete años prefirió tomar su propio camino. “En un principio, unos amigos me ayudaron y yo les hacía los viajes a ellos. Pero después decidí estar en relación de dependencia que me daba la estabilidad económica que necesitaba”, detalla.
Empezó en una empresa de nombre Transporte Picca, donde le dieron un lugar entre los 27 choferes de la compañía; ella es la única mujer. “Hay una buena relación con todos”, rescata.
Para Yanina quedó muy atrás cuando en sus inicios algunos colegas la mandaban a lavar los platos, porque siempre tuvo amigos en el sector que la ayudaron. “Donde quiera que esté y me pasa algo, levantó el teléfono y tengo amigos en todos los rincones del país para darme una mano”, concluye.
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